Siempre he tenido, en Cuba, sensación de sueño. No es el afán de la sábana, sino la duermevela perpetua como de algo va a suceder. Nunca viví en casa cerrada, mis caminos a la escuela eran venas de la hierba, cruce entre mangares, quizás por eso mi predilección por el verde. Cuando llovía también adentro, me condenaban a la cama, ventana entornada y pies a salvo, debía imaginar el ciclón afuera lavando todo el polvo, buscando los indicios de un recorrido a la raíz. Me sentía desterrada del encanto. Pero la vida premia la paciencia, no tengo dudas y en la secundaria cruzaba a la orilla de la Carretera Central, mis medias blanquísimas, el uniforme con sus coquetos tachoncitos sobre el muslo adolescente y el color horrendo que no quiero nombrar. Los guagüeros veían en cada peatón, un gorrión con ala rota y se lanzaban, por la orilla levantando una ola enorme de agua y fango, como para surfear. Y hasta el cráneo, lamido por aquel ímpetu del único mar con que contábamos. ¿Quién chorreaba más al espantar al profesor? ¿Quién hasta los dientes? Y entonces, las goteras de mi madre, agua presa en el tintín, dejaban de horadarme las orejas para convertirse en agua sucia, excusa para regresarme al cuartico, el baño caliente, el secado de cabello y un día sin escuela, condenada eso sí al canto monótono de palanganas. Con los años la lluvia tomó otros significados.
Cada aguacero recupera, en mí, la niña que fui. Los fantasmas como alfileres en la ropa se desprenden desgañitados con la lluvia. He aprehendido también el techo o la nube donde lo quiero pasar, uno combina la pericia en el salto y evita la inmundicia en el charco. Se aprende a esculpir con el talón una huella digna del fango. He aprendido a ver llover, sin tiempo, sin dolor, sin nostalgia.
Plaza de la Catedral |