Algunos
dudan de la originalidad de Bryce Echenique, en eso se divaga, yo le leo.
En La
última mudanza de Felipe Carrillo, un arquitecto vive un triángulo, en
bolero. Comparte el abrazo de Genoveva, periodista con la que le saben bien los
enredillos del alma y del cuerpo; pero, también está Bastioncito, el hijo de dieciseis años y un Complejo de Edipo
repugnante. Y bueno, Eusebia, la cocinera, la negra, con su tumbao que camina
de lao y “el eco de nuestras realidades tan distintas, nos respondía con los
pies en el suelo, pateando latas mil veces”.
Felipe
Carrillo crea proyectos arquitectónicos en Perú o en París, pero tiene su vida
en demolición. Lo alivia su discoteca: “En mi discoteca me esperaba casi el
disparate y hasta el disparate sin casi”. Así con música, el alma patea
frustraciones y se acompaña.
Es
una novela huracanada. El fenómeno del Niño por escrito, la vida en lluvia y frío
uno hasta los huesos porque no hay manera de quedarse seco después de seguir a
Felipe, El Flaco, ante los nubarrones de su inseguridad.
Las
mudanzas del cuerpo tienen sonoridad, ay, pero la mudanza del alma esa devora
en silencio, melodías. Bien lo sufre.
Felipe
Carrillo intenta. Busca en otras
mudanzas al hombre que se contradice en su interior. Cambia de itinerarios y de
boleros pero se pierde más. Me identifico con ese laberinto de “cosas que le
ocurrían a otro Felipe Carrillo”.
Leí
la novela, huyendo de los charcos que me pierden. Hay lectores que en un vaso
encuentran el mar de significados y asi ha sido para mí. “una tarde que llovió y
no vi a nadie correr y la vida era una mierda por dentro…”
Hay
tardes… cómplice lector. Tardes de caminos sin mudanzas y en ti, se quedará un
libro en donde llueve. Te sentirás invadido
.
Entre
soñidos y ronquidos, un arquitecto levanta edificios con whisky y extiende las
“sábanas de mi abrumación”, zurcidas como el sudario de un sueño roto.
“Flaco,
sigamos soñando”.