El poeta no mira la vida. El dibuja vírgulas en el techo de nuestras cabezas. Vive el poeta en cada piedra y como piedra rueda, ingenuo, entre las patas de las letras. En su silencio creativo pare las voces de los que no saben nombrar el amor o el dolor. Un poeta va con el pecho en flor y allí lo mismo se descansan moscas o mariposas. No es fácil enlazar martirios, por eso el poeta escribe eternidades y uno, intenta seguirle el faldón inmisericorde, ese disfraz de las metáforas.
Por qué escribimos, de Roque Dalton.
la extraña risa de los niños,
el subsuelo del hombre
que en las ciudades ácidas disfraza su leyenda,
la instauración de la alegría
que profetiza el humo de las fábricas.
Uno tiene en las manos un pequeño país,
horribles fechas,
muertos como cuchillos exigentes,
obispos venenosos,
inmensos jóvenes de pie
sin más edad que la esperanza,
rebeldes panaderas con más poder que un lirio,
sastres como la vida,
páginas, novias,
esporádico pan , hijos enfermos,
abogados traidores
nietos de la sentencia y lo que fueron,
bodas desperdiciadas de impotente varón,
madre, pupilas, puentes,
rotas fotografías y programas.
Uno se va a morir,
mañana,
un año,
un mes sin pétalos dormidos;
disperso va a quedar bajo la tierra
y vendrán nuevos hombres
pidiendo panoramas.
Preguntarán qué fuimos,
quienes con llamas puras les antecedieron,
a quienes maldecir con el recuerdo.
Bien.
Eso hacemos:
custodiamos para ellos el tiempo que nos toca.
El poeta convierte en espejo al hombre. Evito mirarme allí en letras... tatuada, lastiman porque avisoran.